lunes, enero 15, 2007

De San Pedro a San Pedro

Hugo, Luis y yo visitamos la Portada de Antofagasta, al fondo, mientras viabajamos hacia Calama.

Hola amigos:

Mientras Rogelio, nuestro auto rojo en el que Luis, Hugo y yo viajábamos, alcanzaba la cumbre de la cuesta Diego Barros Arana y comenzaba a descender hacia San Pedro de Atacama, con la cabina llena de música andina interpretada por los Jaivas, un paisaje de estremecedora belleza se abrió frente a nosotros.
El volcán Licancabur, la montaña más sagrada para los atacameños, presidía, majestuoso, el oasis verde profundo, interrumpido sólo por algunas pinceladas blancas de salares dispersos. Lejanos montes, teñidos de azul oscuro, le acompañaban desde las faldas occidentales de la cordillera de Los Andes. La emoción soltó las riendas al viejo corazón de este peregrino del recuerdo y le permitió encabritarse desbocado. Nos detuvimos unos metros más allá en un mirador, situado al lado derecho de la empinada carretera. Turistas, procedentes de diversas partes del mundo, captaban con sus cámaras fotográficas o de video el panorama inmenso.
Al contemplar, embelesado, los montes que forman el denominado cordón Barros Arana, uno piensa que Dios mismo los esculpió y que, en un arrebato de creación suprema, espolvoreó sobre ellos arenas de todas las tonalidades de color existentes entre el amarillo y el café oscuro, dando forma a una obra que ningún artista puede reflejar con algún grado de fidelidad.
A las 5.03 horas del martes 2, salimos desde San Pedro de la Paz y llegamos a las 11.30, a Quilicura, al norte de Santiago. Allí, mis sobrinos Boris Hidalgo Ramírez y Yeny Ríos Neira, nos brindaron una grata recepción, que se prolongó hasta las 15.00. Enseguida, seguimos viaje hasta Coquimbo, ciudad a la que arribamos a las 23.30.
En la mañana del miércoles, recorrimos parte de La Serena y nos internamos en el desierto rumbo a Vallenar, donde almorzamos, Copiapó y Antofagasta, adonde llegamos a la 01.30, el jueves 4. En el trayecto, visitamos Incahuasi, una pequeña localidad minera, y Cachiyuyo, desde donde llamamos a nuestros familiares a través del famoso teléfono público del aviso televisivo.
Más allá, nos detuvimos junto a un añoso pimiento, el único árbol que sobrevive junto al camino, en centenares de kilómetros, en pleno desierto. Por primera vez, lo había hecho hace 48 años, cuando el 28 de diciembre de 1959, regresaba al sur desde Arica. En esa ocasión, tenía un letrero que decía: “Dadme de beber”. Ahora, la animita de un niño que murió en forma trágica, en el cruce ferroviario, ocupa su lugar. Antes, los conductores detenían sus vehículos y compartían con él un poco del agua que llevaban para beber.
El jueves, después de recorrer el centro de Antofagasta, visitamos las ruinas de Huanchaca, -el vocablo quechua significa “Puente de las Penas”- restos de las bases estructurales de una fundición de plata que la Compañía Minera Huanchaca de Bolivia, dueña de minas de ese metal en Pulcayo y Oruro, construyó en 1882. El inmenso complejo metalúrgico, el más importante y el primero de su clase en América Latina, funcionó sólo hasta 1901.
Luego, conocimos la antigua estación del Ferrocarril Antofagasta Bolivia, donde una locomotora, vagones, un coche en que el Papa Juan Pablo II durmió siesta, una grúa que funcionaba a vapor y otros elementos ferroviarios se mantienen en muy buen estado, pese al paso de los años y las condiciones ambientales.
Momentos después, mientras íbamos a Calama, entramos a la ex oficina salitrera José Santos Ossa, situada al lado izquierdo de la carretera, más allá de Baquedano. Había funcionado entre 1910 y 1926. En ese periodo, unos 610 trabajadores producían 35 mil toneladas métricas de nitrato de sodio, al año. Fue una experiencia impresionante entrar a las ruinas de las primeras casas. No seguimos más adelante. Evitamos violar la intimidad del recuerdo que atesoran. Nos parecía percibir la presencia inmanente de tantas personas que nacieron, crecieron, amaron, sufrieron y murieron entre esas paredes. En sus muros de adobe, pintados de amarillo, acorde con algunas de las tonalidades de las lejanas lomas del desierto, hay inscripciones dejadas por turistas, lamentablemente, poco respetuosos.
Dejamos la oficina con el pensamiento cargado de imágenes producidas por la imaginación recordativa, después de haber visto esos pocos restos de la que fuera una población de trabajadores salitreros, la mayoría de cuyos ocupantes debió haber muerto ya hace mucho tiempo. Imagino cómo fueron los días y las noches de los habitantes de aquella vivienda, situada en la entrada de la oficina, de la que quedan retazos de un piso cubierto de baldosas blancas y negras. Quizás, fueron empleados más acomodados, en el mejor momento de la industria.
Minutos después, contemplamos, desde la carretera, los esqueletos grises de las oficinas Arturo Prat, Pampa Unión, Alemania y tantas otras. Desde el Poniente, el crepúsculo nos ofrecía una fiesta de encendidos arreboles. Y, enseguida, sobre el negro telón de la noche del desierto, se encendieron las luces lejanas de Calama y, más arriba, las de Chuquicamata. Nos acercábamos a la mitad de nuestro periplo de conocimiento y reencuentro con un escenario de mi viajera juventud (Continuará).
Hugo nos toma una fotografía durante nuestro descanso en el balneario de Los Vilos.

En la tarde del martes, visitamos por unos minutos el santuario y monumento de San Alberto Hurtado, más allá de Los Vilos.

En la fotografía, llamo a mi esposa Ida, desde "Cachiyuuuyo, pues".

De la ex oficina salitrera José Santos Ossa quedan sólo las ruinas de las que fueron sus viviendas e instalaciones industriales. Funcionó entre 1910 y 1926.

Las ruinas de Huanchaca son los restos de una importante fundición de plata fundada en 1882 en el sector denominado Playa Blanca, en Antofagasta.