lunes, mayo 29, 2006

Adiós, mamita Ilda

Ilda del Rosario Pezoa Manríquez es ahora nuestro ángel protector desde otra dimensión, donde no existe el dolor y todo es luz, bondad y beatitud.


Hola amigos:
En el corto periodo transcurrido desde que ingresé, por primera vez, a la blogosfera he consignado algunos temas tristes, como los terremotos de mayo de 1960, y otros tan alegres y llenos de esperanza, como el nacimiento de mi nieta, Sofía. Hoy les escribo desde el fondo de mi dolor, porque mi madre, Ilda del Rosario Pezoa Manríquez, viajó a encontrarse con El Señor en la tarde del 17 de este mes, a los 97 años de edad.
Desde el viernes 19, yace en su última residencia en la humanizada tierra del Cementerio General de Concepción, junto a su madre, Nieves del Rosario Manríquez, y a su hermano Florián Pezoa Manríquez, cuya corta vida fue como un efímero resplandor. Murió a los 28 años de edad.
Para quienes no la conocieron, quiero trazar un boceto de semblanza de mi madre. La vida se ensañó con ella, una y otra vez, desde que a sus cuatro años de edad casi murió abrazada por las llamas que quemaron parte de su cuerpo. Mi abuelo, Hipólito Pezoa de la Peña, era fabricante de espejos. Pegaba los trozos de madera con que hacía los marcos con cola de carpintero, que se obtiene a través de la preparación química de restos de animales y se ha usado en carpintería y ebanistería durante siglos. Tenía que ser aplicada en caliente para lograr la adhesión de los elementos por enfriamiento y evaporación del agua comprendida en la mezcla. El calentaba las barras a baño de María en un tiesto, sobre un brasero, al que cayó mi madre. Su ropa ardió y ella intentó apagar el fuego con la mano derecha, la que resultó con graves quemaduras, cuyas cicatrices se mantuvieron con estigmas durante toda su vida. Después, otros compañeros de juegos infantiles le cortaron un dedo de la mano izquierda con un hacha pequeña, y cuando mayor, fue víctima de un accidente de tránsito, del que salvó con numerosas fracturas en una de sus piernas.
Sufrió muchas veces la destrucción de su hogar y la muerte de sus seres más queridos. Sin embargo, tuvo valor suficiente para levantarse cada vez con más fuerza y reconstruir los bienes perdidos. ¡Que lección tan grande de voluntad y tenacidad nos dejó a mi hermano y a mí, y a todos quienes supieron de su esfuerzo y capacidad de lucha ejemplar!
Si bien, tengo la certeza de que la muerte no me la arrebató, que sólo la transportó a otra dimensión, su ausencia nos ha dejado a mi familia y a mí una pena inmensa en el corazón, que también atesorará para siempre el recuerdo de su valor, de su amor sin medida y su bondad. Estamos seguros que desde ahora es nuestro ángel protector y que nos acompañará hasta que volvamos a reunirnos y tomados de la mano caminemos juntos por senderos llenos de luz, de paz, de beatitud y de vida, en espera de la Resurrección.
Agradezco, una vez más, desde el fondo de mi corazón, a mi esposa, Ida Neira Vergara, su dedicación y sacrificio para atender con tanto esmero y prolijidad a mi madre en sus últimos trece años de existencia, cuando ella sólo vivía en cama, debido a sus enfermedades y a su invalidez. También, expreso mi gratitud a todos quienes nos acompañaron a mi familia y a mí y nos brindaron sus condolencias y consuelo en estas horas de profunda tristeza.
El alma de mi madre dejó la prisión de su cuerpo adolorido, extendió sus alas y voló hacia el encuentro con el Señor, quien después de una larga vida cargada de persistentes dolores físicos, la premió con un dulce sueño antes de hacer su tránsito final.

Mi madre aparece aquí en una fotografía captada en su juventud, probablemente en la segunda mitad de los años treinta, en un estudio fotográfico de Concepción.


Mi madre y mi padre, Francisco Gatica Sepúlveda, aparecen en esta fotografía, tomada probablemente en 1940 durante un paseo dominical.