domingo, diciembre 30, 2007

Recorrimos un pasado rico y glorioso

Esta vista central de la Plaza Prat, antes se llamó Plaza del Reloj, la tomé desde la ventana del tercer piso del hermoso restaurante de la Sociedad Protectora de Empleados de Tarapacá.

“Chile, cuando se hizo tu figura/ cuajado entre el océano y la altura/ quedaste como una antorcha iluminada. El sur forma tu verde empuñadura/ el norte construyó tu forma dura/ y eres Tarapacá la llamarada”. Pablo Neruda.
Después de haber cruzado el desierto, durante la noche, el bus descendía suavemente, en medio de la oscuridad, por la ladera del cerro que se alza al este de Iquique. De repente, allá abajo, a la izquierda, un río de luces parecía desplazarse en sentido contrario, entre la montaña y el mar. En la medida en que el vehículo bajaba por un costado del inmenso murallón, de roca y arena, las calles y los edificios iluminados, se distinguían con más claridad y detalles. Minutos después, a las 5.00, Ida y yo esperábamos en el Terminal de Turbús que saliera el sol para ir a buscar alojamiento. Ya instalados, en el hotel Casablanca, a dos cuadras y media de la plaza Prat, salimos a recorrer las arterias todavía vacías, en la tibia mañana de domingo. Tras nuestros primeros pasos, quedamos impresionados ante la belleza arquitectónica de esa parte de la ciudad.











Las anchas aceras de la calle Baquedano, que los peruanos llamaban Huancavelica, están cubiertas por lustrosos pisos de madera.
Iniciamos nuestra visita frente a la Torre del Reloj, símbolo del histórico puerto, cuya estructura fue construida en madera de pino oregón. Había sido inaugurada el 9 de mayo de 1877, después de que el ingeniero Eduardo Lapeyrousse la diseñó y ordenó construir en Europa. Enseguida, caminamos por el paseo peatonal Baquedano, en la principal avenida, que une la plaza con la costanera Arturo Prat, con unas diez cuadras de extensión. Viejas palmeras que presenciaron, tal vez, el paseo reposado y feliz de los creadores, los dueños y los herederos de la fortuna salitrera, ahora observan el paso acelerado de los iquiqueños de los primeros años del siglo XXI.
La mayoría de las residencias de la que los peruanos llamaban calle Huancavelica, fue construida durante la época del auge de la industria del salitre, entre 1889 y 1920. Las edificaciones tienen una arquitectura muy parecida, en pino oregón procedente desde Estados Unidos y Canadá, con estilo georgiano. Las levantó una aristocracia anterior a la Guerra del Pacífico, que no existió en Antofagasta, ni en otras ciudades de la zona, que construyó su extraordinaria riqueza sobre los hombros, la pobreza y el dolor de tanto minero que dejó su vida en el caliche.




Un tranvía, con imperial, que aún funciona está detenido a esa hora en una vía que corre a lo largo de la hermosa arteria, donde visitamos el importante Museo Regional de Iquique y el palacio Astoreca. Sus aceras son de madera, pulcramente limpias, brillantemente enceradas y tienen unos cuatro pasos de ancho, condición que hace mucho más grato caminar sobre ellas, porque ofrecen una superficie más suave y cálida, al paso del transeúnte.



Los pájaro chancho, pato yeco o cormorán negro anidan en las copas de los árboles y amenazan constantemente a los transeúntes con sus blancos y fétidos bombardeos.

A poco andar, nos sorprendió escuchar gruñidos de cerdos que no veíamos por ningún lado. Pero, las verdes copas de las palmeras eran pobladas por numerosas aves negras, entre las que distinguíamos algunos jotes o gallinazos, y otras parecidas al cormorán. Pregunté a un joven que circulaba solo a esa hora por la calle O’ Higgins por el nombre de esos pájaros. “Son pájaros chanchos”, me respondió. Sin embargo, se trata del cormorán negro, cuervo de mar o “pato yeco”, protegidos por la legislación vigente, pero que muchos ciudadanos odian, porque han sufrido los efectos de sus bombardeos aéreos con sus fecas intensamente fétidas. Los lugareños evitan pasar bajo los árboles donde forman sus nidos, para evitar resultar ensuciados.

Después de una agotadora visita al mall de la Zofri, Ida descansa en uno de los asientos del tercer piso del mayor centro comercial de Suramérica, con más de 400 locales.
Al día siguiente, a las 10.30 horas, visitamos la Zofri, un gigantesco centro de negocios, con una superficie de más de 200 hectáreas, escenario de una intensa actividad comercial e industrial al por mayor. Además tiene un mall, con más de 400 locales que venden al detalle. Un desfile interminable de público recorre los pasillos en sus tres pisos y adquiere toda clase de mercaderías, muchas de ellas repetidas, para dedicarlas a la reventa. Sin embargo, algunos productos no están mucho más baratos que en los establecimientos comerciales de Concepción. La diferencia positiva reside más bien en la variedad y en las novedades. A las 17.30, regresamos al centro, sin haberlo visto todo.

Las momias de una joven y su doncella, ataviadas con ropas y platerías fueron halladas en el cerro Esmeralda.


El martes 4, Ida y yo visitamos el Museo Regional de Iquique, ciudad llamada originalmente Iqueyque, donde hicimos un novedoso e incesante paseo por la historia de las culturas originarias Chinchorro, Pica, Tarapacá e Inca, a través de centenares de objetos que les pertenecieron, incluso en el periodo precolombino. Nos impresionó observar las momias de una “princesa” incaica que fue acompañada hasta en la tumba por su sirvienta, ataviadas con sus ropas y platerías. Fueron halladas en el Cerro Esmeralda. He usado el término “princesa” sólo por extensión de la palabra, pero en la sociedad india precolombina no existía la monarquía, sino los líderes o caciques y personas de mayor rango social. La joven había fallecido víctima de alguna enfermedad y su dama de compañía fue sacrificada dándosele de beber la savia de un cactus venenoso que la durmió y quitó la vida. Una amplia sala dedicada a la historia del salitre, incluye herramientas, fichas de pago, y otros numerosos elementos ilustrativos de esa actividad industrial, ya desaparecida.



El Palacio Astoreca, una joya arquitectónica, posee 27 salas decoradas con muebles de diversos estilos.
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El miércoles, visitamos el Palacio Astoreca, imponente edificio construído en pino oregón, en estilo georgiano, por el acaudalado industrial salitrero Juan Higinio Astoreca, quien no alcanzó a vivir en él. Allí conocimos una parte de sus 27 salas decoradas con muebles de diversos estilos, entre los que destacan: Neo-Luís XVI, Art Nouveau, Neo Renacimiento francés y entre otros.
Uno recuerda, inevitablemente, la escena descrita por Luís González Zenteno: “El Palacio Astoreca velaba hasta pasada la medianoche con sus ventana iluminadas a giorno, en cuyo interior bullía un mundo elegante y feliz.”
Momentos después, corríamos al hotel, porque a las 11.30 salía el bus hacia Arica.
En la tarde de nuestro penúltimo día en Iquique, nos despedimos de la ciudad con un hermoso paseo por la orilla del mar.

sábado, diciembre 22, 2007

Trazamos un triángulo en el desierto

El Parque Nacional Rio Loa es un paseo que ningún visitante a la ciudad debería de perderse. Posee verdes jardines, terrazas con quinchos, un puente colgante y un torreón desde el que he captado esta vista parcial del lugar.


“Norte, llego por fin a tu bravío/ silencio mineral de ayer y de hoy,/ vengo a buscar tu voz y a conocer lo mío/ y no te traigo un corazón vacío:/ te traigo todo lo que soy”. Pablo Neruda.

El jueves 29, Ida y yo iniciamos un circuito triangular, desde Antofagasta a la Cordillera, Calama, San Pedro de Atacama y regresamos al litoral, en Iquique. A las 14.00, el Pullman Bus inició su travesía hacia el Oriente, en medio de un calor achicharrante, por el desierto más seco del mundo. Luego, tras dejar la ciudad, el vehículo se desplaza veloz por la raya gris dibujada sobre la ancha cartulina color pastel, moteada de cerros que pierden altura en la medida que se acerca a la depresión extendida entre las dos cordilleras, la de la costa y la de Los Andes. Pronto, pasa frente al hito que marca la línea imaginaria del Trópico de Capricornio. En la distancia, se divisa la mancha verde de un oasis, pero, de nuevo, los ojos del viajero se llenan de horizontes, de áridas lejanías, de inmensidad.
Más allá, cerca de la carretera, toda vestida de blanco, una sobreviviente industria produce salitre, “harina de luna llena/ cereal de la pampa calcinada/ espuma de las ásperas arenas/
jazminero de flores enterradas", como Pablo Neruda definió al nitrato.







Cerca de la carretera, una sobreviviente industria produce salitre.


Poco antes de llegar a Baquedano, un letrero luminoso nos da la bienvenida a esa localidad formada todavía por una calle, escoltada por refrescantes filas de árboles, entre los que se yergue el verde pimiento, desafiador de la sequedad socarradora del desierto. Un viejo estanque de agua, situado junto a la vía férrea, nos recuerda que el pueblo, habitado ahora por sólo 514 personas, fue importante, porque constituía el punto de cruce de los ferrocarriles de Antofagasta a Bolivia y el Longino, como la gente llamaba al que unía a Calera con Iquique.







El viejo estanque que sobrevive junto a la línea férrea nos recuerda que Baquedano fue importante, porque constituía el cruce de rieles entre los ferrocarriles que unían a Antofagasta y Bolivia y el longitudinal.

Después de una corta detención, el bus sigue su viaje rumbo al noreste, cruza la carretera longitudinal y pasa junto a los esqueletos grises de las extintas oficinas salitreras José Santos Ossa, Pampa Unión, y otras. En un aparente deseo de mostrarse, el viento de la pampa se afana en su viejo oficio de construir remolinos de arena y los conduce en un baile crepitante sobre la calcinada superficie del desierto.
Pampa Unión tuvo una corta vida: Su mejor época se registró en 1920, pero diez años después comenzó su agonía.

Tras recorrer 261 kilómetros, arribamos a las 17.05, a Calama. En el centro, la estatua al minero del cobre preside el quehacer de una apretada multitud en el paseo peatonal Eleuterio Ramírez, que concentra la mayor actividad comercial de la ciudad. Después de instalarnos en el Hotel Atenas, recorrimos las principales calles, su hermosa plaza 23 de Marzo, el mall y otros lugares de interés. La bajísima humedad relativa del aire, la elevada temperatura reinante, el viento y la radiación ultravioleta, que marcaba un índice extremo de 15 puntos, afectaron la salud de Ida. El colirio descongestionante aliviaba sólo por unos momentos su ojo derecho, que le ardía intensamente. Cuando se respira, al aspirar se siente el aire áspero y extraño bajar hasta la tráquea, o los bronquios. Debemos aumentar el consumo de líquidos.











En calle Eleuterio Ramírez, delante de la estatua del minero del cobre, un grupo toca música en beneficio de la Teletón 2007.
El viernes, al mediodía, viajamos a San Pedro de Atacama. El bus de la línea Frontera del Norte sale con más de una hora y media de retraso. En medio del deslumbrante paisaje, la cinta negra de la ruta se desvanece en la distancia y es reemplazada por el lago aparente de la reverberación, que se pierde hasta el horizonte. En medio de ese horno de luz solar, viento seco y caliente, dos ciclistas desafían las condiciones extremas del desierto pedaleando sus bicicletas cargadas con su pesado equipaje. Luego, el bus remonta la cordillera Diego Barros Arana y, desde la cima, un panorama inmenso, de extraordinaria belleza, se abre frente a los ojos maravillados del viajero. Abajo, una hondonada verde oscura antecede las estribaciones de Los Andes altiplánicos, donde el volcán Licancabur, es el soberano de una cadena de altas montañas.
“Esta cordillera, de faldas interminables, la cortan hondas quebradas, donde blanquean pedrones cenicientos y retorcidos trozos de cuarzos, que producen la impresión de dispersos esqueletos de ríos muertos”, canta Gabriela Mistral.










Al fondo, el Licancabur, soberano absoluto de la cadena de montañas que le rodea y el valle donde se sitúa San Pedro de Atacama.
Numerosos turistas, quienes, en su mayoría, hablan lenguas de lejanos países, recorren las estrechas calles de la turística localidad. Después de almorzar, visitamos el museo arqueológico del padre Gustavo Le Paige, que ahora no muestra algunas de sus innumerables momias, como lo hacía en enero de este año cuando lo visité por primera vez. Las reemplazan nuevos elementos de indudable interés e importancia histórica. Enseguida, hicimos una romería al antiquísimo cementerio y recorrimos el mercado artesanal. Un bus de la misma línea llegó con más de una hora de retraso a buscarnos y regresamos a Calama.
Turistas nacionales y extranjeros recorren las estrechas calles de San Pedro de Atacama, visitan su iglesia, el museo del padre Gustavo Le Paige o sus mercados de artesanías.
El sábado, en la mañana, fuimos al espléndido Parque Nacional El Loa, que ofrece al visitante terrazas, equipadas con quinchos, miradores, y el magnífico Museo Arqueológico y Etnológico. La atracción principal es el río Loa- luu en quechua, el que almuerza-, que lo atraviesa, después de que sus cristalinas aguas son retenidas por un tranque artificial. Sobresalen un puente colgante que permite cruzarlo y el Torreón Mirador –inspirado en los pukaras-, que fue construido con piedra de cantera roja en sus 10 metros de altura.


Un tranque artificial retiene al río Loa, en su larga y milagrosa travesía hasta el océano Pacífico.

Después de haber visitado esa hermosa y agradable ciudad, completamos el triángulo que nuestro circuito dibujó en el vasto desierto de Atacama, al viajar durante la noche a Iquique, capital de la provincia de Tarapacá.

jueves, diciembre 20, 2007

Paseo por la vastedad del Norte Grande

En la primera tarde de nuestra visita a Antofagasta, Ida descansa junto a la escultura al Padre Alberto Hurtado, en la esquina de Arturo Prat con Matta.

“Antofagasta principia en una huella,/ donde el sol fue la vívida simiente:/ Antofagasta guarda entre su frente/ levadura de océanos y estrella”. (Andrés Sabella).

Hola amigos:
Ida y yo visitamos, recientemente, cinco lugares del Norte Grande, Antofagasta, Calama, San Pedro de Atacama, Iquique y Arica, en un periplo nuevo para ella, pero que a mi me permitió recorrer, nuevamente, los dorados senderos del recuerdo. También, pasamos, por algunas horas, a la ciudad peruana de Tacna, en un viaje que nos regaló, en una rara coincidencia, una muy grata e increíble sorpresa. El 27 de noviembre, salimos a las 9.20 horas desde Concepción y arribamos a las 14.15 al aeropuerto de Cerro Moreno, tras una escala de dos horas en Santiago. Minutos después, viajábamos en un vehículo colectivo hacia la ciudad, donde la vastedad del desierto y la inmensidad del océano Pacífico se dan la mano, en un diálogo eterno de gigantes.
Antes de llegar al hotel, divisamos a nuestra izquierda el ancla, blanca, de 18 metros, que el industrial Jorge Hicks, gerente de la Compañía de Salitre de Antofagasta, de propiedad de José Santos Ossa, hizo pintar en 1868 para guiar al primer barco que arribaría al entonces principal puerto salitrero.








La plaza Colón, pulcramente aseada, lucía engalanada por jardines y árboles floridos, mientras la torre del reloj emitía las campanadas de las seis de la tarde.


Después de instalarnos en el hotel, nos apresuramos para salir a recorrer el centro, los paseos peatonales Arturo Prat y Matta, donde una abigarrada muchedumbre se desplazaba despreocupada. En la unión de estas dos arterias sobresale la escultura del Padre Alberto Hurtado, que había sido creada por la artista Francisca Cerda, e inaugurada en octubre de 2005. La plaza Colón, pulcramente aseada, lucía engalanada por jardines y árboles floridos, mientras la torre del reloj, una réplica del Big ben, de Londres, donada por la colonia británica con motivo del primer centenario, en 1910, emitía las campanadas de las seis de una tarde gratamente tibia.
La belleza arquitectónica de muchos de sus edificios constituye otro punto de interés para el visitante a la ciudad. En la foto aparece la antigua residencia construida por el inmigrante español Manuel Jiménez, en Matta y Baquedano.
Enseguida, visitamos el barrio histórico y otros sectores de la moderna urbe nortina, incluidos la pinacoteca y el museo que funciona en la casa del escritor antofagastino Andrés Sabella. Escribió, entre otras obras el libro “Norte Grande”, que dio el nombre genérico a la zona que comprende el Desierto de Atacama. A esa hora, la mayoría de los cafés había suspendido la atención al público, porque la rotura de una matriz poco antes del mediodía del domingo 25, provocó una gigantesca inundación, millonarias pérdidas y el corte del suministro en la mitad de la ciudad. Esa tarde, la situación comenzaba a normalizarse.
Como colgada del cielo azul profundo, el ancla toca el cerro. Desde allí indica a los barcos que surcan los mares donde está el puerto.
Ida no se acostumbraba al cambio extremo del paisaje. Desde el pasado, el poeta y escritor antofagastino, Andrés Sabella, explicaba que “para el ojo habituado al cerro maduro de verde del Sur, el rotundo y desnudo cerro gris de la pampa casi no lo es… Cerro viril hasta la exageración, este enorme cerro llegó tarde al reparto de flores de la Creación”.

El edificio de la capitanía de puerto, donde se rodó la teleserie Romané, es fotografiado por turistas.

El miércoles 28, al mediodía, viajamos a Mejillones, en una primera travesía en bus por medio de una pizca del vasto desierto calcinado por un sol inclemente, que instala, en la reverberación, un espejo tembloroso que parece cortar la base de los cerros lejanos y hacer levitar sus conos grises.
El viento pampino, que peina las planicies a través de los tiempos, hace flamear las pequeñas banderas, de Chile o de Colo Colo, que sus familiares o amigos han instalado en numerosos cenotafios, animitas, de diversas formas, situados a las orillas de la ruta. También, el viajero observa, con curiosidad, los basureros instalados por las autoridades, que los usuarios de la carretera parecen observar y usar, porque se ve muy limpia, en contraste de las de otros caminos del país.

Esta locomotora hizo miles de viajes entre Antofagasta y Bolivia. Ahora reposa en un parque de Mejillones.

En la bonita ciudad, donde el compositor Gamaliel (Gamelín) Guerra “tenía un amor”, como el también autor de Antofagasta Dormida nos relata en su canción, visitamos su casa museo, el balneario y un parque en el que se destaca una locomotora que perteneció al ferrocarril que unía a la capital de la Segunda Región y Bolivia. De regreso, suspendimos nuestra proyectada visita a La Portada, porque Ida sufría en sus ojos los efectos de la elevada radiación ultravioleta, del viento muy seco de la pampa y del polvo que nublaba el aire. Al atardecer, hicimos un breve paseo por el centro, en medio de recomendaciones hechas por muchas personas, en el sentido de que nos cuidáramos mucho de los delincuentes que pululaban por las arterias peatonales, el mercado y puntos de interés turístico, donde atacaban especialmente a los forasteros. Todos coincidían en que los lanzas “trabajaban” tranquilos, porque contaban con la ausencia de carabineros. En los tres días en que estuvimos en esa ciudad, sólo vimos a un policía quien, al parecer, realizaba una diligencia administrativa.
Cansancio. Pregunté a la jardinera el nombre de la flor que regaba. Pensó un momento y me respondió: Flor. ¿Sabe?... No me sé el nombre de las flores, aclaró.

Al día siguiente, paseamos por la avenida del Mar, la costanera más larga del país, con más de 20 kilómetros de extensión, y el muy bello Parque Brasil, muy bien cuidado, lleno de árboles y jardines, que representan un delicioso y fresco contraste que agradece el visitante. También, conocimos la imponente basílica Corazón de María (Parroquia Inmaculada Concepción). Después del mediodía, viajamos a Calama, antiguo tambo de la cultura Tiwanaku, que un río Loa, heroico y vital, atraviesa en un milagroso largo viaje, de 440 kilómetros, desde la Cordillera al mar. Pero, eso será tema de un próximo capítulo. En un punto de la hermosa costanera de Antofagasta, de más de 20 kilómetros de extensión, un paseante nos tomó esta foto, en los últimos minutos de nuestra visita a esa ciudad.