lunes, diciembre 29, 2008

Cincuenta años después

(Segunda parte)
El kiosco de la plaza de armas es único en Chile por su forma, semejante a un trébol de cuatro hojas, de la suerte.

En la calurosa tarde del sábado, minutos después de haberme instalado en el hotel Roxy, salí a recorrer las calles del centro de Ovalle. Una abigarrada multitud se desplazaba por el paseo peatonal Vicuña Mackenna hacia la Plaza de Armas donde, momentos más tarde, se realizaría el show de cierre de la Teletón, con la presentación de conjuntos de danza folklóricos y otros. Frente al kiosco, un grupo de niños campesinos observa asombrado los chorros de agua que brotan de un surtidor. Adquieren distintas formas, iluminados por cambiantes luces de colores desde la base de la pila. Regreso a mi alojamiento, situado a una cuadra y media, y paso revista a este nuevo tramo de mi gira, donde encontré una ciudad moderna, en la que coexisten sus características de una urbe comercial y rural.












Los rieles, extendidos a lo largo del país, esperan la resurrección de los trenes, muertos desaparecidos.

Durante mi viaje desde Illapel, en la hora de la siesta, el sol pintaba colores vivos en las viñas, en los huertos y en los disímiles árboles cargados de frutos multicolores, en los predios que rodeaban la ruta. El bus superaba los límites de velocidad y se mantenía, por milagro, dentro de la vía en las cerradas curvas y pronunciadas cuestas que caracterizan a la carretera que une a esa ciudad con Ovalle. A pocos metros de la carretera, se extienden muy cerca el uno del otro, en trocha angosta, los rieles paralelos. Sobre ellos, los trenes iban y venían, en un quehacer que, se creía, se mantendría para siempre. Entonces, nadie pudo imaginar que gobiernos y funcionarios corruptos aniquilarían los ferrocarriles, en el país que primero los tuvo, en Suramérica.










El Santuario de Laura Vicuña, se ve como una pirámide abierta, situada junto a un árbol solitario.


Un poco antes de subir la Cuesta de la Viuda, el viajero ve a su derecha el Santuario de Laura Vicuña, como una pirámide abierta, situada junto a un árbol solitario. Y, más arriba, una cruz blanca corona un cerro, habitado sólo por plateados cactus. Tras cruzar un túnel caminero, la luz le muestra un espléndido panorama. Enseguida, el bus desciende hasta la localidad de Combarbalá, famosa por su artesanía en piedra de combarbalita.
Luego, el tranque Cogotí y el embalse La Paloma quedan atrás, gigantescos espejos de agua en los que el cielo azul se refleja en toda su magnificencia. Allá lejos, engarzados en las laderas de los cerros pelados, los gigantescos polígonos verdes de las viñas sobresalen en el árido paisaje.









Engarzados en las laderas de los cerros pelados, los gigantescos polígonos verdes de las viñas sobresalen en el árido paisaje.


En pocos minutos, he llegado a Ovalle, la ciudad huasa del norte chico. Tal como ocurrió el 15 de septiembre de 1958, cuando la visité, por primera vez, me ha impresionado por su ancha alameda, de sólo cinco cuadras de longitud; su ex estación ferroviaria, ahora el museo arqueológico y, su plaza de armas, donde su kiosco con la forma de un trébol de la suerte, de cuatro hojas, preside numerosos elementos de ornamentación. Lo construyó, en 1952, el arquitecto Oscar Mac-Clure Álamo para reemplazar la antigua glorieta de madera donde se presentaban las retretas y se realizaban diversos actos artísticos, por éste más sólido, hecho en hormigón armado. También se destaca la hermosa pileta central de la que cristalinos chorros de agua se elevan desde cuatro surtidores y refrescan el aire tibio de la tarde. La rodean floridos jacarandás, hibiscos y centenarias palmeras canarias, Phoenix.
Cristalinos chorros de agua se elevan desde cuatro surtidores de la hermosa pileta ubicada en el corazón de la plaza.
En el plano económico, Ovalle vive de los servicios y el comercio. También, de la agricultura y la ganadería caprina. En sus campos feraces, situados en el valle del Limarí, los agricultores cultivan paltos, vides pisqueras, olivos, alcachofas, y otros productos. Los ovallinos tienen una clara raigambre campesina limarina. Muchos conservan en su lenguaje familiar términos como “agora”, “mesmo”, “naiden”, heredados de sus antepasados españoles.
El interesante Museo del Limarí, funciona en el edificio de la antigua estación de Ferrocarriles.
El domingo, visité el interesante Museo del Limarí, que funciona en el edificio de la antigua estación de Ferrocarriles. En sus vitrinas exhibe más de 700 valiosas piezas del patrimonio arqueológico prehispánico, encontradas en la ciudad y en sus inmediaciones. La mayoría, en cerámica, pertenece a la cultura Diaguita, que pobló la región entre el 1000 y el 1536 después de Cristo. La muestra se caracteriza también por la extensa y didáctica información que proporciona al público.
En las laderas que rodean el valle El Encanto, agricultores cultivan viñas, paltos, chirimoyos y otros árboles frutales.
Hace 50 años, en mi primera tarde de domingo, subí a una colina, situada en el norte de la ciudad, donde se levantaba sólo el Colegio Amalia Errázuriz, para contemplar la ciudad entera. Hoy, la villa El Ingenio, formada por centenares de hermosas construcciones habitadas por familias de la clase media, ocupa los predios que antes fueron sólo campos llenos de arbustos. En las laderas del otro lado del valle El Encanto, agricultores trabajan en viñas, paltos, chirimoyos y otros árboles frutales. Largos tabiques de arpillera atrapan la camanchaca (la densa niebla matutina). Su agua es usada para regar las plantas. También, protegen las flores de los efectos negativos del viento y la arena. Esa tarde, recorrí la ciudad hasta que el sol noviembrino encendió los cirros, antes de ponerse en dirección al mar y la noche prendió sus primeras estrellas.





En el cementerio, la mayoría de las tumbas está protegida por rejas de fierro






Durante mi primer viaje a Ovalle, viví hasta el 5 de octubre en el hotel Buenos Aires, de don Andrés Panópulos, en calle Libertad 126, frente al establecimiento donde alojé ahora. El lunes, concurrí al cementerio para visitar su tumba. La dirección del camposanto carecía de información y voluntad para guiar al visitante hasta el lugar donde yacían los restos del conocido vecino ovallino. Frente a esa situación, recorrí la ciudad de los difuntos, hasta que ubiqué el nicho, donde descansan sus restos. Allí, la mayoría de las tumbas está protegida por rejas de fierro, para evitar que los delincuentes sustraigan las lápidas de mármol, los adornos y las flores que venden en el mercado reducidor. ¡Ni los muertos se escapan!, comentó un panteonero.









Una vivienda mantiene la fachada de la construcción de adobe derribada por el terremoto.



Al revés de Illapel, Ovalle mantiene gran parte de las construcciones típicas que la caracterizaban antes del terremoto que a las 12.37 del 28 de marzo de 1965 sacudió a la región de Coquimbo. Una vivienda situada en Santiago 160 mantiene la fachada de la casa de adobe destruida por el sismo, como una manera de conservar la memoria arquitectónica de la urbe siniestrada. El martes 2 de diciembre, a las 11.15 horas, salgo hacia La Serena. Deseadas visitas a Sotaquí, Punitaqui, Monte Patria y otros lugares interesantes, quedaron pendientes para un futuro regreso a esa hermosa y cálida ciudad.
Me fui de Ovalle con la alegría de haberme reencontrado con un nuevo paisaje que complementó espléndidamente el que mantenía atesorado, tan nítido, en mi recuerdo. La foto muestra una vista parcial de la ciudad.

jueves, diciembre 18, 2008

Cincuenta años después

La ciudad de Illapel se tiende con sus largas calles tranquilas, silenciosas, y sus casas ya comienzan a escalar los cerros que la rodean.

Hola amigos:
Cincuenta años después, he vuelto a caminar por las calles de Illapel, Salamanca, Ovalle, Coquimbo y La Serena y a transitar por los viejos senderos del recuerdo. Durante una fugaz escala en Santiago, he revivido hermosos instantes de mi infancia lejana y he proyectado en el telón, algo raído de mi memoria, imágenes de episodios vividos, junto a mi familia, en mi hogar, en Purén.
El martes 25 de noviembre, visité la interesante exposición sobre la vida y obra de Diego Rivera y Frida Kahlo, en el Centro Cultural del palacio de La Moneda. Enseguida, fui a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, donde solicité a un funcionario el primer número de la revista Simbad.
-¿En qué fecha circuló?
-Debió ser en septiembre de 1949, respondí.
Minutos después, su ayudante llegó con tres tomos empastados. Al hojear los ejemplares, que lucían en perfecto estado de conservación, como si hubieran salido recién de la imprenta, pasé veloz de la nostalgia a la alegría; de la fantasía a la emoción; del recuerdo a la magia de reconstruir en mi mente la querida escena familiar. Me pareció volver a leerlos, junto a mi padre y a mi hermano menor, frente a la blanca lámpara de porcelana a parafina, coronada por un largo tubo de cristal que alargaba la llama permitiéndole inundar de luz la inmensa sala del comedor. Más arriba, colgada del techo, una ampolleta mostraba tímidamente su filamento pintado de rosado suave, debido al bajo voltaje que el alumbrado domiciliario tenía en las noches.


Tal como lo recordaba, la edición número 1 tenía en su portada el dibujo del marino aventurero, sobre un fondo azul. En su parte superior, el nombre Simbad y su precio: $2. La fecha era: 8 de septiembre de 1949.

Mientras la lluvia azotaba los postigos de las ventanas y la casa crujía empujada por el viento huracanado, leíamos en voz alta las aventuras de Simbad y nuestra imaginación nos transportaba a los sitios donde nuestro héroe realizaba sus audaces y riesgosas acciones. Cada ejemplar nos regalaba nuevos capítulos de grandes obras de la literatura universal, cuentos y jocosas tiras de dibujos.
Esa tarde, dejé la Biblioteca con la cabeza llena de recuerdos que la multitud que colmaba la Alameda no lograba disipar.

La alameda Ignacio Silva atraviesa Illapel, una ciudad extendida a lo largo, entre dos cadenas de cerros.

En la mañana del jueves 27, viajé a la provincia de Choapa. Al pasar frente a La Calera recordé la noche del lunes 8 de septiembre de 1958. A las 21.00, quienes viajaban en el tren hacia el norte, eran vacunados contra la viruela, apenas compraban sus pasajes. “A mí ya me vacunaron”, aseguraban quienes temían a la inoculación. Pero, su argumento era inútil si no portaban el comprobante que lo acreditara. Apenas el largo convoy abandonaba la estación, el conductor recorría los carros pidiendo “todos los boletos y el comprobante de vacuna”. Quien carecía de él era bajado en El Melón, y debía volver a La Calera. Perdía su pasaje. En el andén, decenas de personas que habían intentado burlar a las autoridades permanecían vigiladas por Carabineros. A las 3.00 horas de la madrugada siguiente arribé a la Ciudad de los Naranjos.


En un tiempo, la alameda Ignacio Silva y la plaza de Armas fueron embellecidas por numerosos naranjos, con sus hermosas flores de azahar y, después, con sus dorados frutos. Lamentablemente, no se han re plantado los que habían sido arrancados.







Entonces, unos 11 mil habitantes vivían en esa localidad, en viviendas que cubrían unas sesenta manzanas, extendidas sobre la suave planicie del flanco oeste del río Illapel. La alameda Ignacio Silva y su amplia y hermosa plaza fueron sombreadas por frondosos árboles, entre los cuales los naranjos sobresalían con sus azahares y, después, con sus frutos. Casi todos fueron arrancados cuando se amplió la avenida en aras de la modernidad. Lamentablemente, nunca los recuperaron. Junto a algunos postes del alumbrado público o de teléfonos, vecinos de todas las edades se agrupaban para escuchar la música que los parlantes instalados por la municipalidad emitían, en las tardes. Eran muy apreciados por la población, porque en esos años la ciudad carecía de una radioemisora local. Hoy existen siete, algunas locales, como Radio Illapel, Radio Municipal y otras. En la actualidad, la comuna tiene un activo comercio, fortalecido por el progreso experimentado tras la apertura de nuevas rutas de acceso.
Ahora, mientras viajo al norte, a través de la ventanilla del bus, veo a mi derecha el río Illapel. Corre serpenteando a los pies de los cerros, bajo un cielo intensamente azul, entre las casas de los campesinos, rodeadas de árboles y huertos. Las viñas, los paltos, las innumerables especies de árboles frutales contrastan con la serranía hostil y las poderosas montañas que dominan los valles. Más allá, en grandes extensiones de tierras no cultivadas, sólo los bizarros cactus se alzan imponentes, con sus raíces clavadas en las rocas, en larga espera de la lluvia.














Del edificio donde funcionó el periódico La Opinión del Norte, de Illapel, hoy sólo queda la puerta y un retazo de su antigua fachada, en la alameda Ignacio Silva 124.

En un segundo viaje a Illapel, el 12 de abril de 1962, colaboré con La Opinión del Norte, cuyo director era don Fernando Fauda Moraga, un experimentado periodista a quien los illapelinos deben innumerables iniciativas de bien público. Ahora, cumplí mi deseo de expresarle a su viuda, señora Blanca Vega, mi admiración por ese noble y sacrificado comunicador social, enamorado de su profesión y de ese pueblo. Disfrutamos de una amable conversación, marcada por instantes cargados de emotivos recuerdos. Ella, una extraordinaria mujer, realizó durante muchos años, junto a su esposo, la hazaña de editar un periódico en una localidad que contaba con muy pocos avisadores y la competencia de otras publicaciones.

Los jacarandás, con sus flores tubulares de color azul violáceo, los ceibos y otros árboles florales, regalan sombra y belleza al transeúnte en calles y en la plaza de armas de Salamanca.
El viernes 28, fui a Salamanca, una hermosa ciudad, rica en la más variada vegetación. La mayoría de sus casas tiene sus patios llenos de árboles cargados de verdes, amarillos y dorados frutos. En sus calles, los jacarandás, con sus flores tubulares de color azul violáceo, regalan sombra y belleza al transeúnte. Diversos árboles florales, entre los que los ceibos exhiben sus rojas brasas encendidas, circundan su acogedora plaza de armas, presididos por una gigantesca antigua conífera. Habitada por unas 24 mil 500 personas, tiene muchos lugares interesantes, pero volví a Illapel antes de lo previsto, porque los buses tenían todos sus pasajes vendidos, pues los mineros viajaban a pasar el fin de semana largo a Santiago y a Valparaíso.

















Mientras recorría una de las calles de Illapel, encontré a don Pedanor Cortés, un ex minero quien vivió muchos años encorvado sobre o dentro de las áridas montañas, arañando las piedras para extraer el oro, la plata o el cobre.

A mi regreso, visité la Casa de la Cultura, frente a la plaza, donde me reuní con el escritor illapelino, Claudio Araya Villalonga, autor de “La Ciudad de los Naranjos que cantaba” y “Choapa Leyendas de mi tierra”. En sus interesantes obras, revela un original estilo y un diestro manejo del lenguaje que hacen muy grata la lectura de sus libros. Ojala, otras publicaciones suyas salgan pronto a la luz pública. El sábado, viajé a Ovalle, la perla del Limarí. Pero, sobre eso tratará la próxima historia.