lunes, enero 22, 2007

De San Pedro a San Pedro (III)

"Las dos hermanas" de Vicuña, la Torre Bauer, donde funciona la oficina de turismo, y la de la iglesia de la ciudad.

"En tierras blancas de sed/ partidas de abrasamiento,/ los Cristos llamados cactus/ vigilan desde lo eterno./ Soledades, soledades, de salados peladeros./ La tierra crispada y seca/ se aparea con sus muertos..."
Estos versos del poema "En tierras de blanca sed", de Gabriela Mistral, con los que comienzo esta tercera nota sobre el viaje que Luís, Hugo y yo hiciéramos en la primera semana de enero a San Pedro de Atacama, se colaron en mi memoria, mientras regresábamos a La Serena, en el primer día de nuestro retorno a casa.









En la mañana del sábado, salimos temprano desde Antofagasta e hicimos un primer repechaje junto a la escultura La Mano del Desierto, que a unos mil 100 metros sobre el nivel del mar y a 75 kilómetros al sur de esa ciudad, nos saludaba, como diciéndonos: "Adiós y buen regreso" Nos introdujimos unos 300 metros hacia la derecha y llegamos al sitio donde está instalado el monumento de 11 metros de altura que el escultor chileno Mario Irarrázabal construyó en 1992, con fierro y cemento. Allí, descansamos unos minutos, antes de seguir nuestro viaje rumbo al Sur.
Pese a la inmensa soledad y a la ausencia casi total de vegetación, contemplamos, en cada momento, un panorama de imponente belleza. A veces, vimos un monte cubierto de arena, cuyo color pastel se hacía más intenso y cambiante al recibir los rayos del sol de la tarde. En otro lugar, un remolino, como una columna castaña, avanzaba inquieto sobre el suelo calcinante y se elevaba, como si intentara tocar el azul fuerte del cielo nortino, libre de toda contaminación, antes de perder consistencia y deshacerse.

A unos seis kilómetros de Chañaral, cerros de maicillo oscuro son veteados por franjas de basalto negro que siguen rutas caprichosas desde su cima hasta el suelo, formas que representan un notorio contraste con la homogeneidad cromática del desértico paisaje.


En otra parte, sobre la cima de una loma, se alza un modesto monumento al minero, hecho de metal, con un recipiente cargado de piedras a su espalda. Con su mano derecha, sostiene una lámpara minera y una bandera que flamea al viento del desierto.
En muchos lugares, a orillas de la carretera, decenas de cenotafios, las animitas, "arquitectura sin viviente/ ni cadáver/ templo mínimo/ mausoleo a la muerte anónima"…" como las define el fotógrafo y poeta Juan Forch, en su libro "Animitas templos de Chile", rinden silencioso homenaje a sus muertos. La mayoría de ellas se ven muy bien cuidadas y tienen variada y artística arquitectura. Una representa una iglesia, otra, una pequeña construcción cubierta con placas patente de vehículos, sobre una tercera, ondea la bandera chilena, muchas son pequeñas casitas pintadas de blanco. Un hombre escala, con visible esfuerzo, una empotrada en la cima de un cerro, a la vera de la ruta, en medio de la soledad atacameña, tal vez con el propósito de remozarla y orar por el descanso del alma de un muerto querido.











Llegamos a Copiapó alrededor de las 16.30 horas. Visitamos su iglesia catedral, construida en madera y tabiquería, a mediados del siglo pasado. Su museo atesora y muestra una parte importante del patrimonio religioso de esa región, desde la época de la Colonia. En el centro de su plaza de Armas, se alza el monumento a la Minería, esculpido en mármol de Carrara.








Seguimos hacia La Serena, a donde arribamos a las 23.30, aproximadamente. Después de descansar un rato, hicimos un rápido recorrido, en automóvil, por las calles de la ciudad, donde visitamos el faro y su Plaza de Armas, que exhibía todavía luminosos adornos navideños, y su catedral iluminada. Nos fuimos a Coquimbo, donde resalta la Cruz del milenio y observamos, desde cerca, la festiva actividad nocturna en la concurrida plaza Arturo Prat.

















En la mañana del domingo, visitamos el embalse Puclaro, que forma un hermoso lago artificial de aguas transparentes, color verde claro, entre los cordones montañosos que rodean al valle de Elqui. Tiene capacidad para empozar 200 millones de metros cúbicos de agua en una superficie de 760 hectáreas, y asegura el riego de 20 mil hectáreas de tierras cultivables. Recorrimos la parte superior de su imponente muro de 80 metros de alto por 400, de largo y compramos algunos souvenir en uno de sus puestos de venta de productos de la zona.




Allí, adquirí unos siete copaos, fruto de un cactus denominado palo de agua. Su carne es muy parecida a la de la tuna, sólo que es más blanca y su sabor, muy ácido. Se la consume con azúcar o miel de copao. Al parecer, es rico en vitamina C y saponinas, sustancias que se emplean en la preparación de una amplia gama de productos, algunos de ellos relacionados con la salud. Pobladores de Gualliguaica, caserío situado a unos 10 kilómetros al oeste de Vicuña, lo cosechan y venden. Pero, podría convertirse en una alternativa de producción agrícola en zonas con escasez de agua en el norte chileno.
Seguimos hacia Vicuña, la principal ciudad del valle de Elqui, habitada por unas 22 mil personas. En su plaza de Armas, sobresalen las llamadas "Dos hermanas", la torre Bauer, el símbolo más tradicional de la localidad, que el ex alcalde Adolfo Bauer trajo en 1905, desde la ciudad alemana de Ulm, para recuerdo de sus antepasados germanos, y la de la iglesia, ubicada en la esquina encontrada. Esta última fue fundada en 1909, en reemplazo de la antigua iglesia de La Merced, que había sido destruida en 1903 por un terremoto.



En seguida, visitamos el museo de la poetisa Gabriela Mistral, de cuya muerte se cumplieron 50 años, recién el 10 de este mes. Cuando lo visité por primera vez, en noviembre de 1958, funcionaba sólo en la casa que da a la calle, donde todavía se exhibe una cama en que Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga durmió, cuando vivió en la localidad de El Molle, en 1901. Ahora, está formado, además, por una amplia sala donde se muestran parte de sus escritos, estatuas, fotografías, documentos de la poetisa, las medallas que representaban el premio Nóbel de Literatura, que recibió en noviembre de 1945, de manos del rey Gustavo Adolfo, de Suecia y otras piezas de notable interés.
Después de almorzar "rápidamente" visitamos la industria Capel donde conocimos el proceso de elaboración del pisco. Antes, habíamos comentado un letrero que esa cooperativa instaló junto al camino y que nos pareció interesante: "Sembramos una bandera y nos crecieron uvas". Una hora después, comenzamos el descenso por el "valle de Elqui, ceñido/ de cien montañas o de más,/ que como ofrendas o tributos/ arden en rojo o azafrán", como lo describe Gabriela.

Un par de horas después, llegamos a Ovalle, donde visitamos su plaza de Armas, bellamente ornamentada, que se caracteriza por su quiosco en forma de un trébol de cuatro hojas, y observé el edificio en que funcionaba el hotel donde residí, durante un mes, en mi primera visita, hace más de 48 años a esa ciudad. Desde ahí, seguimos viaje en forma ininterrumpida hacia San Pedro de la Paz, a donde llegamos a las 7.30 horas del lunes. Poníamos punto final a un periplo de 4 mil 861 kilómetros, en el que durante seis días, Luís, Hugo y yo compartimos la sorpresa, la alegría, la emoción, de conocer lugares tan interesantes, de tan extraordinaria belleza, como los que el Norte Grande ofrece al viajero.



miércoles, enero 17, 2007

De San Pedro a San Pedro (II)

Luís, Hugo y yo, llegamos el viernes al atardecer a San Pedro de Atacama, el extremo de nuestra gira de conocimiento y reencuentro con el pasado.


Al comenzar la segunda etapa de nuestro viaje de conocimiento y reencuentro con el pasado, mis hijos Luís y Hugo, y yo, visitamos la seductora ciudad de Calama, Chuquicamata, escenario de uno de los más importantes procesos industrial y social registrados en Chile, y la mística San Pedro de Atacama. Fueron los lugares más interesantes y hermosos de nuestro grato y breve periplo por la zona norte.



















Calama me sorprendió. Es una ciudad muy distinta a la escasamente habitada, con calles casi desiertas, en que residí en agosto y septiembre de 1959. Ahora, exhibe un centro alhajado con monumentos, espejos de agua, una plaza remozada, un paseo peatonal, Eleuterio Ramírez, rodeado por un activo comercio establecido e instituciones de diversa índole. Experimenta los efectos de una ingente explosión demográfica, porque comienza a acoger a la población que emigrará en su totalidad desde la cercana Chuquicamata. Numerosas villas, color pastel, se levantan y se extienden junto a la carretera para cobijar a más de 15 mil personas. Este fenómeno social y su calidad de quinta ciudad símbolo del Bicentenario motivan a sus autoridades a proyectar la construcción de grandes obras estructurales orientadas a modernizarla, aun más. Después de recorrer sus arterias centrales y visitar su iglesia cuya torre fue restaurada con cobre de Codelco, subimos al denominado campamento de Chuquicamata.

Mientras ingresábamos a Chuqui, como se le dice en lenguaje informal, nos parecía penetrar en una gigantesca maqueta cuyas desoladas calles eran recorridas sólo por el viento, que producía el único ruido que el viajero podía escuchar. Luego, bajo el quemante sol del mediodía, alguna camioneta, perteneciente al mineral, atravesaba veloz la deshabitada población. En algunos lugares, trabajadores del yacimiento demolían los desocupados edificios.
La mayoría de las viviendas unidas entre sí, en cada cuadra, tienen sus ventanas cubiertas por sendas planchas de zinc y sus puertas selladas. En carteles pegados en sus muros, las autoridades advierten al visitante que, por seguridad, no se acerque a las edificaciones en proceso de demolición. Todos los habitantes son trasladados a grupos residenciales que se les construye en Calama, distante sólo unos 20 minutos en automóvil, al acatar lo dispuesto por la ISO 14.001. Las montañas artificiales de residuos del proceso de extracción de cobre cubrirán los espacios donde se levantaron las casas y la contaminación por polvo y otros elementos químicos convierten el lugar en un sitio peligroso para vivir.

















En la plaza, numerosos turistas, muchos extranjeros, se preparan a tomar parte en un tour por el interior del mineral, el mayor a cielo abierto que existe en el planeta. Alrededor de las 14.00, un bus de Codelco nos llevó al borde de la gigantesca cuenca artificial. El guía nos explica que es tan grande que puede ser vista desde la Luna. Su forma elíptica tiene 4,6 kilómetros de largo y más de 3 km de ancho.
Su boca es de unos 8 millones de metros cuadrados y su profundidad, de más de 900 metros. Sus trabajadores remueven diariamente 600 mil toneladas de material, cifra equivalente a remover 1 ½ cerro Santa Lucía cada 24 horas. Como existe mucha y muy interesante información sobre el yacimiento, para no alargar demasiado este post, preferí hacer dos vínculos al respecto.



Enseguida, viajamos a San Pedro de Atacama, a donde llegamos encandilados por la belleza del paisaje que contemplamos desde la elevada cuesta Diego Barros Arana. En el pequeño poblado enclavado en un oasis del altiplano de la II Región, cuya agricultura es posible sólo a las lluvias del “invierno boliviano”, que riega el desierto de Atacama, el más árido del mundo. La mayoría de sus 4.970 habitantes vive del turismo y la agricultura, actividad en la que usa los mismos métodos de cultivo que empleaban sus ancestros hace miles de años.



Apenas llegamos, visitamos el museo del padre Gustavo Le Paige de Walque, que exhibe una valiosa colección de piezas representativas de la evolución experimentada por la cultura atacameña en un periodo de más de once mil años. Resaltan numerosos utensilios de cerámica, vestimentas y antiguas momias, elementos seleccionados de entre otros 450 mil objetos arqueológicos y 100, etnográficos. Una sala muestra pertenencias de su fundador, el estudioso sacerdote jesuita, de origen belga, cuya estatua parece dar la bienvenida al visitante, junto al frontis, en el costado izquierdo, del edificio.
Luego, recorrimos las estrechas calles de la localidad, que se caracterizan por tener acera sólo en uno de sus lados, visitamos su antigua iglesia cuyo cielo es de madera del cactus conocido como palo de agua, su cementerio, donde la mayoría de las tumbas son túmulos funerarios, y su mercado artesanal.

Mientras el sol parecía desplomarse en forma acelerada en el poniente, salimos rápidamente hacia el Valle de la Luna, a donde llegamos con algunos minutos de retraso, pero alcanzamos a contemplar el paisaje lunar iluminado por los rayos solares del crepúsculo que dota de cambiantes colores la superficie y las laderas de las montañas. Corrimos a la cumbre de una elevación arenosa adonde llegamos con el corazón en la mano por el esfuerzo que representaba escalarla caminando por la acentuada pendiente arenosa. Pero ya, algunos turistas comenzaban a descender comentando en voz alta la maravillosa vista que habían presenciado.





El valle es una depresión de sólo 500 metros de diámetro de suelo salino. Las formas escultóricas que sus montes han adquirido se deben a las transformaciones que la corteza terrestre ha experimentado en ese lugar, provocadas por los plegamientos del fondo lacustre del salar. Ese sitio es el más inhóspito del mundo, porque carece de humedad y cualquier forma de vida.
La noche caía sobre el desierto y borraba el maravilloso panorama que las montañas de la Cordillera de la Sal ofrecían al viajero, cuando Luís, Hugo y yo emprendíamos el retorno, repasando mentalmente los interesantes, hermosos y emotivos momentos vividos. Antes de llegar a Antofagasta, hicimos un alto en el monolito que marca el Trópico de Capricornio, que atravesábamos por segunda vez.



Hugo y Luís posan en los primeros minutos del sábado 6 de enero junto al monolito que marca el Trópico de Capricornio.

( Continuará)

lunes, enero 15, 2007

De San Pedro a San Pedro

Hugo, Luis y yo visitamos la Portada de Antofagasta, al fondo, mientras viabajamos hacia Calama.

Hola amigos:

Mientras Rogelio, nuestro auto rojo en el que Luis, Hugo y yo viajábamos, alcanzaba la cumbre de la cuesta Diego Barros Arana y comenzaba a descender hacia San Pedro de Atacama, con la cabina llena de música andina interpretada por los Jaivas, un paisaje de estremecedora belleza se abrió frente a nosotros.
El volcán Licancabur, la montaña más sagrada para los atacameños, presidía, majestuoso, el oasis verde profundo, interrumpido sólo por algunas pinceladas blancas de salares dispersos. Lejanos montes, teñidos de azul oscuro, le acompañaban desde las faldas occidentales de la cordillera de Los Andes. La emoción soltó las riendas al viejo corazón de este peregrino del recuerdo y le permitió encabritarse desbocado. Nos detuvimos unos metros más allá en un mirador, situado al lado derecho de la empinada carretera. Turistas, procedentes de diversas partes del mundo, captaban con sus cámaras fotográficas o de video el panorama inmenso.
Al contemplar, embelesado, los montes que forman el denominado cordón Barros Arana, uno piensa que Dios mismo los esculpió y que, en un arrebato de creación suprema, espolvoreó sobre ellos arenas de todas las tonalidades de color existentes entre el amarillo y el café oscuro, dando forma a una obra que ningún artista puede reflejar con algún grado de fidelidad.
A las 5.03 horas del martes 2, salimos desde San Pedro de la Paz y llegamos a las 11.30, a Quilicura, al norte de Santiago. Allí, mis sobrinos Boris Hidalgo Ramírez y Yeny Ríos Neira, nos brindaron una grata recepción, que se prolongó hasta las 15.00. Enseguida, seguimos viaje hasta Coquimbo, ciudad a la que arribamos a las 23.30.
En la mañana del miércoles, recorrimos parte de La Serena y nos internamos en el desierto rumbo a Vallenar, donde almorzamos, Copiapó y Antofagasta, adonde llegamos a la 01.30, el jueves 4. En el trayecto, visitamos Incahuasi, una pequeña localidad minera, y Cachiyuyo, desde donde llamamos a nuestros familiares a través del famoso teléfono público del aviso televisivo.
Más allá, nos detuvimos junto a un añoso pimiento, el único árbol que sobrevive junto al camino, en centenares de kilómetros, en pleno desierto. Por primera vez, lo había hecho hace 48 años, cuando el 28 de diciembre de 1959, regresaba al sur desde Arica. En esa ocasión, tenía un letrero que decía: “Dadme de beber”. Ahora, la animita de un niño que murió en forma trágica, en el cruce ferroviario, ocupa su lugar. Antes, los conductores detenían sus vehículos y compartían con él un poco del agua que llevaban para beber.
El jueves, después de recorrer el centro de Antofagasta, visitamos las ruinas de Huanchaca, -el vocablo quechua significa “Puente de las Penas”- restos de las bases estructurales de una fundición de plata que la Compañía Minera Huanchaca de Bolivia, dueña de minas de ese metal en Pulcayo y Oruro, construyó en 1882. El inmenso complejo metalúrgico, el más importante y el primero de su clase en América Latina, funcionó sólo hasta 1901.
Luego, conocimos la antigua estación del Ferrocarril Antofagasta Bolivia, donde una locomotora, vagones, un coche en que el Papa Juan Pablo II durmió siesta, una grúa que funcionaba a vapor y otros elementos ferroviarios se mantienen en muy buen estado, pese al paso de los años y las condiciones ambientales.
Momentos después, mientras íbamos a Calama, entramos a la ex oficina salitrera José Santos Ossa, situada al lado izquierdo de la carretera, más allá de Baquedano. Había funcionado entre 1910 y 1926. En ese periodo, unos 610 trabajadores producían 35 mil toneladas métricas de nitrato de sodio, al año. Fue una experiencia impresionante entrar a las ruinas de las primeras casas. No seguimos más adelante. Evitamos violar la intimidad del recuerdo que atesoran. Nos parecía percibir la presencia inmanente de tantas personas que nacieron, crecieron, amaron, sufrieron y murieron entre esas paredes. En sus muros de adobe, pintados de amarillo, acorde con algunas de las tonalidades de las lejanas lomas del desierto, hay inscripciones dejadas por turistas, lamentablemente, poco respetuosos.
Dejamos la oficina con el pensamiento cargado de imágenes producidas por la imaginación recordativa, después de haber visto esos pocos restos de la que fuera una población de trabajadores salitreros, la mayoría de cuyos ocupantes debió haber muerto ya hace mucho tiempo. Imagino cómo fueron los días y las noches de los habitantes de aquella vivienda, situada en la entrada de la oficina, de la que quedan retazos de un piso cubierto de baldosas blancas y negras. Quizás, fueron empleados más acomodados, en el mejor momento de la industria.
Minutos después, contemplamos, desde la carretera, los esqueletos grises de las oficinas Arturo Prat, Pampa Unión, Alemania y tantas otras. Desde el Poniente, el crepúsculo nos ofrecía una fiesta de encendidos arreboles. Y, enseguida, sobre el negro telón de la noche del desierto, se encendieron las luces lejanas de Calama y, más arriba, las de Chuquicamata. Nos acercábamos a la mitad de nuestro periplo de conocimiento y reencuentro con un escenario de mi viajera juventud (Continuará).
Hugo nos toma una fotografía durante nuestro descanso en el balneario de Los Vilos.

En la tarde del martes, visitamos por unos minutos el santuario y monumento de San Alberto Hurtado, más allá de Los Vilos.

En la fotografía, llamo a mi esposa Ida, desde "Cachiyuuuyo, pues".

De la ex oficina salitrera José Santos Ossa quedan sólo las ruinas de las que fueron sus viviendas e instalaciones industriales. Funcionó entre 1910 y 1926.

Las ruinas de Huanchaca son los restos de una importante fundición de plata fundada en 1882 en el sector denominado Playa Blanca, en Antofagasta.